Recuerdo hurgar entre los libros de mi madre cuando era pequeña. Me fascinaba el olor, las portadas, las tipografías. Un día, encontré uno que me llamó la atención por la fotografía que contenía en la contraportada. Un señor ataviado con ropa y botas de invierno y un gorro de lana rojo se llevaba algo a la boca. Estaba tumbado sobre un montón de maletas y tenía la tez excesivamente bronceada. En la imagen también aparecían dos personas más con atuendos similares y a su alrededor se veía mucha nieve. “¡Viven! La tragedia de los Andes” lo había escrito un tal Piers Paul Read.

A estas alturas sabemos de sobra qué ocurrió tras el accidente del vuelo 571 que iba de Montevideo a Santiago el 13 de octubre de 1972. Se han rodado varios documentales y películas y se han escrito decenas de libros y artículos. Sin ir más lejos, J. A. Bayona acaba de estrenar en el Festival de Cine de Venecia un largometraje basado en la historia. Sin embargo, aunque lo sepamos, se nos sigue haciendo bola (jeje) cada vez que lo recordamos. El canibalismo humano nos remueve por dentro y conecta con lo más salvaje y ancestral de nuestra naturaleza.

Restos del avión siniestrado en los Andes fotografiados hace pocos años (Fuente)

Cuando estuve en Atapuerca con mi amiga Nerea, nuestro guía nos contó que los Homo antecessor que habitaron la sierra hace cientos de miles de años se comían a sus semejantes. Lo hacían por pura supervivencia: les costaba menos procesar un cuerpo humano que cazar y procesar el cuerpo de un animal, el cadáver humano proporcionaba más carne y, además, era mucho más frecuente que en aquellos parajes se toparan con un semejante que con un animal. Tal y como lo veo yo, la vida del Homo antecessor en Atapuerca no dista tanto de lo que tuvieron que afrontar los supervivientes del accidente aéreo de los Andes: frío, falta de comida y cadáveres humanos a su disposición.

Qat o Catha edulis (Fuente)

Con el paso del tiempo y el surgimiento de la agricultura y la ganadería, la antropofagia fue desapareciendo. Ya no hacía falta comer personas. Algunas culturas mantuvieron este hábito en ceremonias religiosas o rituales, como se sabe que hacían los pueblos mexica, tupinambá, fore o azande. Pero en nuestros días, fuera del “voy a morir de inanición si no me como esta pierna”, es una práctica residual y perseguida por la ley. Por lo que sea, hoy día nos da cosica comer personas. Los casos de antropofagia actuales se asocian con trastornos mentales graves como la esquizofrenia o el trastorno de la personalidad (muy bien ilustrado en el personaje de Hannibal Lecter). Por otra parte, la prensa ha relacionado casos recientes de canibalismo con el consumo de “sales de baño”, droga sintética basada en un alcaloide que se encuentra en el arbusto africano Catha edulis: la catinona. Aunque las catinonas sintéticas pueden producir agresividad, euforia desmedida o paranoia, no se ha probado científicamente que causen comportamientos caníbales. Lo siento, medios sensacionalistas, no existe una sustancia que convierta a las personas en antropófagas, así que menos hablar de una “droga caníbal”.

Cuando pienso en lo que tuvieron que pasar Nando Parrado y compañía en la cordillera andina no puedo evitar preguntarme si yo sería capaz de comerme a una persona para no morir de hambre. Creo que me costaría horrores meterme un trozo de lomo humano en la boca. Pero claro, si un día me quedo atrapada en el pirineo navarro con frío, hambre y una pierna rota igual soy la primera en hacerme un espetito con mi compañero.

Artículo publicado en El Lamonatorio para El Mono revista cultural (El Mono #118).

portada revista el mono 118 macabro

*Fuente de la foto de portada

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