A mí me dan mucho asco los insectos. Seré bióloga y habré cursado la especialidad ambiental y agrícola y todo el rollo, habré disfrutado como una cría en las clases de Zoología de Invertebrados del Baquero, pero no puedo evitar tener un miedo irracional a muchos artrópodos. Y los insectos son artrópodos, como también lo son los arácnidos o los miriápodos, que también me parecen repulsivos. O los crustáceos.
Algunos de ellos también me causan pesadillas — mirad cómo es el cangrejo araña japonés y me decís —, pero si nos disponemos a conceder una medalla a la categoría taxonómica del reino animal más repugnante, los insectos la ganan seguro. Por eso me dan los siete males cada vez que se proclama que son el futuro de la alimentación.
A pesar de que a mí me resulte algo inconcebible, la humanidad lleva practicando la entomofagia desde hace milenios. Actualmente, en países de Asia, América del Sur, África y Oceanía, se consumen más de 2.000 especies de insectos diferentes. Teniendo en cuenta que según la FAO la población mundial llegará a 9.700 millones en 2050 y que no va a quedar espacio en el planeta para criar ganado o cultivar vegetales suficientes para toda esa gente, algunas voces expertas sugieren que empecemos a cubrir nuestras necesidades proteicas con el consumo de insectos, pues hay muchos, ocupan poco, son relativamente fáciles de criar y apenas emiten gases invernadero o emplean recursos. Por ejemplo, para obtener 1 kg de ternera necesitaríamos aproximadamente 400 m2 de tierra, pero para criar 1 kg de grillos solo se precisarían 30 m2 y para su producción se destinaría una cantidad de agua 2.000 veces menor. La mayoría de insectos, además, posee un contenido proteico de calidad y más calcio o hierro que la carne de ternera, pollo o cerdo. Parece que sean todo ventajas… Pues no.
Aún no está claro que comer insectos sea la panacea nutricional. Si el insecto tiene mucha quitina — uno de los componentes principales de los cuerpos de estos bichos — la cantidad de proteína que asimilaríamos no será suficiente, pues este polisacárido dificulta su absorción. Tampoco hay a día de hoy estudios completos y concluyentes sobre cómo asimilamos y desechamos los nutrientes de estos invertebrados. En cuanto a seguridad alimentaria, sus proteínas pueden generar muchas alergias. Y algo mucho más grave: los insectos son huéspedes de numerosos microorganismos patógenos y pueden acumular pesticidas y otras sustancias tóxicas en sus nauseabundos cuerpecitos. Una joyita, vamos.
Como veis, todavía queda un largo camino antes de que podamos cultivar insectos en granjas para consumo humano como en Blade Runner 2049. Esto es algo que ya lleva tiempo haciéndose con otros fines, como la fabricación de piensos para animales, pero el tema de la alimentación humana requerirá un poco más de investigación. Para que veáis que soy una persona justa, terminaré enumerando unas cuantas aportaciones de mis odiados insectos, porque yo, como buena científica, me debo a los datos. Los insectos favorecen que los seres más increíbles del planeta, las plantas, se reproduzcan, y con eso ya les perdono todo. También son buenos como bioindicadores de contaminación, para averiguar las causas y la hora de la muerte de una persona, nos proporcionan miel, seda o tintes, pueden emplearse para controlar plagas y, lo más importante, ayudan a mantener el equilibrio ecológico. Que no se diga que a mí me paga el lobby anti-insectos. Yo odio sin necesidad de estar a sueldo de nadie.
Artículo publicado en El Lamonatorio para El Mono revista cultural (El Mono #98)
* Fuente de la foto de portada.
Deja un comentario