Yo era de las empollonas de la clase. No es que me gustara ponerme delante de los libros a memorizar chapas interminables, eso no puede gustarle a nadie. Pero es que siempre me ha encantado saber. Me entusiasmaba poder completar los autodefinidos del periódico como hacía mi padre, localizar las capitales de los países más exóticos del mundo o acertar todas las respuestas del Trivial, y me daba exactamente igual que se tratara de conocimiento puramente académico o que requiriese estar al tanto de las últimas novedades de una cultura, digamos, más “pop” (de quién era hija Melanie Griffith, dónde nació Lola Flores o qué hipnótica canción sonaba en la base de “Glory Box” de Portishead).

A lo mejor por eso decidí hacerme científica. En la época de los tests de la Bravo y la Súper Pop, los ombligos al aire, Sensación de Vivir y las Mama Chicho, los referentes femeninos me parecían lamentables y tuve claro que en el futuro no quería dedicarme a nada que no implicase el uso de la parte de mi cuerpo que más me agradaba en mi adolescencia: el cerebro.

Así que, ante la ausencia de personajes femeninos relevantes en mis libros de texto (no sólo científicas, sino también literatas, políticas o artistas) me encomendé a Dana Scully, la Dra. Sattler o Diane Fossey y seguí la apasionante senda de la ciencia. Resultado de imagen de x files gifPor aquel entonces yo aún no sabía que el tesón de una química polaca había sido clave para establecer la mecánica del átomo o que Watson y Crick no habían sido los descubridores originales de la estructura helicoidal del ADN. Ni que la imponente Dalila de la peli de Cecille B. DeMille era en realidad una ingeniera brillante que sentó las bases para el desarrollo una tecnología que ahora conocéis como WiFi.

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En la cabecita de esta mujer llamada Hedy Lamarr ocurrían cosas maravillosas (Fuente)

A mí eso nadie me lo había contado, maldita sea. Ahora en los colegios y universidades se habla de Hipatia de Alejandría, Rita Levi-Montalcini, Margarita Salas, Ada Lovelace, las calculadoras humanas de la NASA, Lise Meitner, Lynn Margulis, Elizabeth Blackburn o Maria Blasco. Menuda suerte. Cuando yo era pequeña parecía que los únicos que tenían mentes brillantes y ayudaban a mejorar el mundo eran los individuos XY.

La ciencia siempre me ha llevado por caminos farragosos donde los tacones no eran más que un estorbo; quizá por eso siempre llevo zapatillas. También reta a mi mente constantemente y me obliga a estar actualizada, así nunca me aburro. Ya no se trata de empollar para aprobar un examen o ser la mejor de la clase. Se trata de recopilar conocimientos, integrarlos, discutirlos e intentar resolver un puzzle que nos lleve a entender un poquito mejor el universo en el que vivimos.

Y por cierto, la ciencia es una forma de vida que nada tiene que ver con el imaginario nerd. ¡Pero si es la profesión más romántica del mundo! Ramón y Cajal o Barbara McClintock tienen más en común con Keith Haring o Nina Simone que con cualquier político o economista encorbatado.

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Santiago Ramón y Cajal era un verdadero artista en todos los sentidos (Fuente)

Cuando consigamos hacer llegar este mensaje a la sociedad el conocimiento científico dejará de estar confinado en los laboratorios y pasará a formar parte de la vida cotidiana de las personas. Esperemos que entonces no haya más padres o madres que no vacunen a su prole ni famosas que se hagan de oro vendiendo lavativas de café, por mucho que sean hijas predilectas de Talavera de la Reina.

Artículo publicado en El Lamonatorio para El Mono revista cultural (El Mono #68)

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*Imagen de portada: Wikimedia Commons

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