¡Ay, el otoño! La vuelta al cole, la desaparición de la marca del bikini, la depresión postvacacional y el regreso al gimnasio y a un largo etcétera de deprimentes obligaciones. Y encima se caen las hojas de los árboles. Parece que esta estación no trae nada bueno… Pero si lo miramos desde otra perspectiva, a la desnudez de los bosques le precede una explosión de color que, por su belleza, ha venido inspirando y deleitando a la humanidad a lo largo de la historia.
Las plantas son de colores porque tienen pigmentos, unas moléculas especiales que según la longitud de onda de la luz que absorban y reflejen serán de un determinado color. El pigmento más abundante es la clorofila, como el sabor de aquellos chicles de Boomer, sí, que si recordáis eran verdes. Las plantas absorben luz gracias a la clorofila y a través de ella son capaces de “fabricarse su propia comida”, por así decirlo.
Cuando los días comienzan a acortarse con la consiguiente disminución de luz, las plantas de hoja caduca deben prepararse para una especie de letargo. Necesitan ahorrar energía y por ello reabsorben todos los componentes de sus hojas comenzando por la clorofila, dejándose ver en el proceso otros pigmentos que durante el año se mantienen ocultos. Dichos pigmentos se llaman carotenoides, de tonos rojos y naranjas, y flavonoides, de color amarillo, y normalmente funcionan como antioxidantes y protectores del exceso de radiación.
Ahora salid a pasear y contemplad el comienzo del festival de tonalidades antes de que se caigan las hojas. Es la fiesta de los pigmentos vegetales y tenéis entrada libre, que la naturaleza para eso es muy generosa. Ya podríamos aprender de ella.
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